Por Jorge Raventos
Aunque la situación económica (inflación, crecimiento, valor del dólar, evolución de los salarios, la ocupación y el consumo) es el factor que más incidirá en las elecciones de este año que culminan en la presidencial de octubre-noviembre, desde el fin del carnaval se observan signos de naturaleza política que, puestos en contexto, van aclarando el paisaje y dibujan vectores del desarrollo de los próximos meses.
El primero ocurrió un domingo atrás en Neuquén: allí, en la elección de gobernador y legisladores provinciales, las expresiones locales de las fuerzas que encarnan el duopolio polarizador – el kirchnerismo y, sobre todo, la coalición oficialista Cambiemos – quedaron ampliamente relegadas ante dos vertientes del sapagismo provincial, la oficial, el Movimiento Popular Neuquino que consiguió la reelección del gobernador Omar Gutiérrez , y la “herética”, representada por el ex gobernador Jorge Sobisch. Los polarizadores sumaron poco más del 40 por ciento, es decir, la polarización se ahogó en la sopa.
Ese resultado también actualizó una lección clásica: mejor no sacar conclusiones precipitadas de lo que anuncian las encuestas, según las cuales Ramón Rioseco tenía una levísima ventaja sobre Gutiérrez.
La Casa Rosada temía ese pronosticado triunfo de Rioseco por el influjo que un resultado de esa naturaleza podría ejercer sobre los inquietos mercados (que ya están impulsando una nueva trepada del dólar: un factor de zozobra para el electorado, particularmente para el del oficialismo).
Aunque Rioseco no es kirchnerista como difundieron muchos, la confusión estaba cargada de sentido. La señora de Kirchner estaba dispuesta a reivindicar como propia una victoria de Rioseco y a capitalizarla en el escenario nacional.
No pudo ser: Rioseco sacó menos votos que en la elección anterior y quedó 12 puntos por debajo de Gutiérrez. El kirchnerismo tuvo que encerrarse en desilusionado silencio.
En rigor, ese resultado es un traspié que legitima varios de los argumentos del peronismo alternativo: en una sociedad argentina que mayoritariamente quiere superar la llamada grieta (es decir: el ping pong en el que oficialismo y kirchnerismo pretenden confirmarse recíprocamente protagonismo político), la expresidente tiene una fuerza electoral indudable pero inconducente, en el mejor de los casos, destinada al segundo puesto. Es decir, a la derrota.
Ese argumento penetra hoy, aunque todavía no se exprese en voz alta, en sectores del kirchnerismo que empiezan a deslizarse sutilmente hacia el peronismo de los gobernadores.
Es que los datos objetivos indican que a la señora de Kirchner no sólo le resultaría muy improbable triunfar en un ballotage por motivos cuantitativos, sino también por las condiciones políticas imperantes: la atmósfera regional ya no es la de los tiempos de Lula, Chávez y Correa, aquellos tiempos del socialismo del siglo XXI, sino la del Brasil de Bolsonaro, los Estados Unidos de Trump y …la Venezuela oscurecida de Nicolás Maduro.
Ese mismo “círculo rojo” de empresarios del que la Casa Rosada suele desconfiar opera hace semanas para convencer a la expresidente de que no presente su candidatura. No son el único sector de influencia que se mueve en la misma dirección.
En ese contexto, la señora de Kirchner ha viajado a La Habana con motivo de una delicada enfermedad que sufre su hija Florencia. Es probable que allí escuche a algún mensajero portador de una propuesta del mismo tipo. A ella le sobra astucia para comprender que tantas muestras de interés son una prueba de que la máxima victoria a la que puede aspirar reside en ser un factor que contribuya, con un paso al costado, a impedir un nuevo triunfo del oficialismo. Significativamente, algunos voceros cercanos han empezado a tratar ese tema en voz alta. Con ese acto dañaría letalmente la estrategia de la Casa Rosada. Simultáneamente, es obvio, oficializaría el final político del kirchnerismo y su paulatina reabsorción como ingredientes o condimentos de un peronismo que atraviesa un proceso de redefinición.
Turbulencias oficialistas
Otro hecho de importancia política consumado en las últimas horas es la ruptura de la coalición oficialista Cambiemos en Córdoba, la la provincia en que Mauricio Macri hizo la mejor elección en 2015.
Esa quiebra es un penúltimo capítulo de los tironeos entre la Casa Rosada y el radicalismo. La UCR viene exigiendo, en tono cada vez más elocuente, que Cambiemos opere como un frente no reducido al terreno parlamentario, en el que los socios participen también en el diseño de las políticas de gobierno y en las decisiones sobre estrategia electoral y reparto de posiciones.
El Pro siempre se opuso a la idea de que el de Macri fuera un gobierno de coalición. Y los responsables de la estrategia electoral (en primer lugar Marcos Peña y Jaime Durán Barba) se han empeñado en manejar este campo con rienda corta y poca deliberación. Esta inflexibilidad auguraba renovadas tensiones, que se intensifican en la medida en que la economía no aceita los engranajes.
Fueron la imprevisión política de ese comando electoral y el manejo altanero de las instrucciones tácticas los que volvieron irreversible la crisis del oficialismo cordobés, que sólo requería de algunos sentidos elementales: olfato, visión, oído y, sobre todo, tacto.
El intendente de Córdoba capital, Ramón Mestre, defendió contra viento y marea su derecho a ser candidato y la vía electoral para decidir la fórmula. El centro (Marcos Peña y el propio Mauricio Macri, estimulados por Elisa Carrió) quería favorecer la candidatura de Mario Negri y prefirió arriesgar la ruptura a admitir el desafío de Mestre y aceptar la elección interna. Mestre se amuralló tras el federalismo: “Nos quieren imponer criterios y una fórmula por teléfono desde Buenos Aires”.
Más allá de Córdoba, la inflexibilidad centralista que impera en la conducción electoral de Cambiemos es un generador de renovadas tensiones con la UCR, donde se va afirmando una opinión interna propensa a una mayor autonomía en relación con el Pro que se hará escuchar en la convención partidaria de abril. En el radicalismo se ha iniciado el proceso de preparación espiritual para una nueva etapa.
Otras voces, otros ámbitos
De todos modos, estos son apenas detalles de color frente al hecho sustancial: la quiebra cordobesa de Cambiemos anticipa el triunfo sin suspenso de Juan Schiaretti en la elección provincial de mayo y muy probablemente también la conquista de la capital de la provincia por el peronismo cordobesista. El último intendente peronista de Córdoba fue José Domingo Cacho Coronel, cesado (y detenido) por el proceso militar en marzo de 1976.
Se confirma la centralidad de Schiaretti en el dispositivo del peronismo de los gobernadores, eje de poder del peronismo alternativo.
Schiaretti converge, por otra parte, con la propuesta política de Roberto Lavagna y acaba de ampliar las bases de su gobierno con el centro progresista de Margarita Stolbizer y los socialistas, que trabajan por la candidatura del ex ministro de Economía.
Así, entre las señales que han ofrecido los últimos días habría que sumar la casi obvia -aunque hasta ahora tácita- candidatura presidencial de Lavagna. Alrededor de su nombre se va componiendo una constelación de fuerzas cuya principal coincidencia es el deseo de salir de la parálisis de la grieta y de la estrategia de una polarización deliberada. Lavagna ha convocado a figuras individuales que trascienden los marcos partidarios (desde la intelectual Beatriz Sarlo al mediático y exitoso Marcelo Tinelli, pasando por el prestigioso neurocientífico Facundo Manes) y que se muestran dispuestos a aportar a una política de sensata unión nacional..
El ex ministro de Economía tiene virtudes propícias para encarnar un programa de ese carácter: es considerado como “propio” o “amigo” por peronistas y radicales; tiene diálogo franco con el sindicalismo y vínculos óptimos con el mundo empresarial (el economista liberal ortodoxo Miguel Angel Broda confesó esta semana en público: “La clase empresarial está muy entusiasmada con Lavagna. Yo prefiero a Macri, pero mis clientes no. Hubo una decepción muy grande con este gobierno”).
Como se ha comentado en esta columna, los empresarios están disconformes por la falta de claridad que impide el crecimiento de la economía y con la estrategia polarizadora a la que recurre sistemáticamente el gobierno, que hace crecer la figura de la señora de Kirchner, la convierte en un factor de alarma para los inversores y acentúa así la parálisis de la actividad económica.
La visita del Papa y el cambio que se entrevé
Conviene anotar otra señal de cambio que se hace visible estos días: los obispos argentinos, reunidos en Pilar, han hecho saber que el mes próximo, en Roma, pedirán al Papa Bergoglio que “no se prive de la alegría de visitar su patria”. Suponer que esa declaración responde a una ocurrencia local no consultada previamente con Roma sería un grave signo de desinformación. La invitación de los obispos es, si se quiere, una autoinvitación de Francisco. Y eso implica un indicio inequívoco de que el Pontífice entrevé a corto plazo una situación que permitirá superar el espíritu de la grieta, que ha sido el principal obstáculo a un viaje suyo a la Argentina.
En las próximas 10 semanas muchas de las cuestiones que hoy permanecen en el terreno de lo tácito o lo conjetural tendrán respuesta clara: principalmente, la actitud de la señora de Kirchner y el formato y candidaturas que adoptará el peronismo alternativo, con su eje en los gobernadores (por ejemplo: una candidatura de Lavagna requiere decisiones y coincidencias que involucran a Sergio Massa y Juan Manuel Urtubey).
Lo que parece ya indudable es que las elecciones de octubre/noviembre determinarán cambios. Está claro que no se puede encarar el fortalecimiento del país ni las grandes reformas que se necesitan para alcanzar simultáneamente competitividad y gobernabilidad, productividad y una expectativa de bienestar, con métodos sectarios y con pretendidos verticalismos de uno u otro signo que sólo consiguen debilidad, crispación e impotencia.
Como vienen señalando dentro del oficialismo figuras como Emilio Monzó o el jefe de los diputados del Pro, Nicolás Massot, “hacen falta mayorías amplias”..
Los cambios son indispensables y de una manera u otra se producirán.
Sea porque se configura una nueva mayoría, con eje en el peronismo federal, vértice en una candidatura como la de Lavagna y diálogo con la oposición que se constituya, sea porque un Macri vencedor en segunda vuelta – montado sobre una coalición Cambiemos que ya está fisurada en su estructura y en la que el radicalismo reclamará espacios con más énfasis que ahora- tendría por delante una tarea inabarcable para un gobierno solitario que debería hacerse cargo de su propia herencia y que ya no podría seguir apelando al recurso de compararse con el pasado. La necesidad objetiva lo obligaría a un cambio en la estructura del poder y a un acuerdo con el peronismo (liberado del lastre K) para sostenerse sobre una una política de base ancha y programa básico común.
La Argentina, con su inmenso capital alimentario (que sigue siendo la principalísima fuente de divisas) y sus estratégicos recursos en el sector de la energía, debe ponerse de acuerdo consigo misma para superar los obstáculos que le impiden ganar (o recuperar) su lugar en el mundo.
La gran política es el arte de impulsar ese acuerdo.